viernes, 13 de marzo de 2009

De las cosas que nunca fueron y siempre serán


Tardé casi un mes en decidirme pero finalmente junté un dinero, ropa como para un fin de semana, y partí. El destino estaba decidido hacía casi diez años: un pueblito solitario en el camino entre Buenos Aires y Neuquén. Diez años atrás conocí el pueblo en un viaje en micro. Realmente “conocí” es decir mucho pues no hice más que verlo por la ventana mientras el micro seguía su marcha. De cualquier forma, y por razones que finalmente había decidido averiguar, ese pueblito insignificante se mantuvo en mi memoria durante todo este tiempo. El pueblito en cuestión (tal como lo recuerdo) no tenía nada especial, sólo un pequeño grupo de casas perfectamente alineadas y en perfecta sintonía unas con otras: uniformemente pequeñas y sin rasgos que llamaran la atención. Y aún así, la emoción que sentí al pasar casi me hace pedir a gritos bajar del micro, sólo para averiguar… para acudir al llamado. Pero no tuve el coraje. Uno tiene responsabilidades que atender y no se puede andar bajando de los micros de forma improvisada. Así es la vida. En fin, junto al pueblito había un lago que me pareció enorme e imponente. Lo atravesamos sobre un puente de piedra mientras las olas furiosas arremetían contra el mismo. El puente era larguísimo; horas y horas entraron en los cinco minutos que nos habrá tomado cruzarlo. Yo aún no sé qué hizo que se me encogiera el corazón. Quizá fue la idea de este pueblito abandonado entre la violencia del lago y la indiferencia del desierto lo que me hizo sentir tan solo. Lo cierto es que han pasado diez años desde esa experiencia y la recuerdo como si hubiese sido ayer (quién sabe, tal vez sí fue ayer, pero…). La curiosidad me obliga a volver. Necesito saber ahora y para siempre qué hay en ese pueblo y ese lago, qué me llamó ese día de invierno y qué me espera ahora. 
Una vez que el micro haya parado bajaré ansioso y sentiré el viento árido golpearme en la cara. Sabré que es el mismo viento que me hubiese golpeado si hubiese tenido el coraje de bajarme y aventurarme en aquel día. Entraré al pueblo como un extraño, nadie bajará del micro conmigo y nadie me recibirá. Caminaré por alguna de sus calles desiertas hasta encontrar una plaza donde no habrá niños jugando. Me sentaré en la única hamaca sana sabiendo que si aquella vez hace diez años me hubiese sentado en la hamaca, ésta habría chirriado exactamente de la misma forma. Para la tarde habré recorrido todo el pueblo, sin cruzarme con nadie ni encontrar un solo negocio abierto. Finalmente iré hacia el lago y me quedaré en la orilla escuchando las olas chocar contra las piedras. Siguiendo la línea de la costa veré a lo lejos una cruz de madera clavada en el suelo, señal de un entierro. Más no podré dar un paso más. Porque sabré a quién pertenece la tumba. Porque sabré que es tuya. Recordaré con espanto tu entierro y las desafortunadas circunstancias de tu muerte. Recordaré el día que nos conocimos y te recordaré a ti. Tu recuerdo vívido volverá dolorosamente a mi memoria. Tus ojos, tu boca, tu aroma. Y tu sonrisa, sobre todo tu sonrisa. Recordaré las experiencias vividas juntos, la huida desesperada después de tu muerte y la necesidad imperiosa de olvidar. Y volveré a casa. Exactamente igual que la última vez: solo, vacío y desesperado. 
El pueblo en sí… no tenía nada especial.

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