Suena nuevamente la alarma del ascensor y repentinamente se siente muy molesto. Otra vez la vieja pelotuda. Nunca se atrevió a salir al pasillo y develar el misterio, pero la imagen de una vieja tomándose su tiempo para entrar al ascensor se le hizo fácil y decidió adoptarla para descargar su enojo. Pobre vieja imaginaria, capaz hasta sufriendo una imaginaria discapacidad (los años imaginarios no vienen solos).
La soledad lo encuentra acostado en la cama, mirando un techo desconocido (su techo, ahora). Nunca se está solo. Siempre se está solo. De a ratos, ambas ideas lo asaltan simultáneamente. La lógica binaria lo interpela y no le permite ver que ambas podrían ser verdaderas. ¿Cómo P va a ser igual a ¬P?. Y entonces, ¿cuál es la verdad? La verdad no existe (o no importa, que viene a ser lo mismo).
Libros desparramados en el piso a falta de una biblioteca o de una mera repisa. No son muchos, nunca se caracterizó por acumular libros, pero son los suficientes como para que el desorden empiece a molestarlo. En la cocina una heladera nueva pero sin comida. Jugo de manzana con color a pis. Y ningún reloj colgado en ninguna pared.
En la habitación un helicóptero a control remoto comprado por él mismo como auto-regalo del día del niño, casi como para no olvidarse de jugar, siempre. Y que por la falta de tiempo, el exceso de trabajo, las responsabilidades y las obligaciones, quedó abandonado tristemente en un rincón. Quizá de eso se trate crecer, ¿no? De tener cada vez más excusas para dejar de jugar.
Y finalmente, ¿por qué carajo la vecina de abajo nunca apaga las luces?